En la Argentina -y en muchos otros países- la corrupción es tema de primera plana de
los medios de comunicación, y de las conversaciones de los ciudadanos. Es una gran oportunidad, entonces, para que padres y maestros ayuden a sus hijos y alumnos a fortalecer sus convicciones éticas. Es el momento para hablar en familia y en las aulas. Uno de los obstáculos para iniciar y mantener estas conversaciones puede ser el temor de los educadores a afrontar cuestiones de fondo, o, peor aún, sería muy triste que no lo hicieran porque no pueden demostrar una conducta coherente con las normas éticas.
Con el objetivo de facilitar a los educadores tener letra para entablar charlas sobre la ética y la corrupción, transcribo a continuación parte de un artículo muy bueno de Héctor Ghiretti, Profesor de Filosofía Social y Políticas de la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza, Argentina). El artículo completo se puede encontrar en este link clic aquí
Ghiretti se focaliza en la responsabilidad de la familia para enseñar lo que está bien y lo que está mal, pero es perfectamente aplicable a la educación moral que corresponde a la escuela, y que constituye una grave responsabilidad social.
La corrupción empieza por casa, su solución también
Por Héctor Ghiretti
"(...) Al calor del hogarMe preguntaba qué tipo de hábitos familiares pueden estar ayudando a la corrupción: ¿cómo puede despuntar en un ámbito aparentemente inocente como es la familia? Pensamos que el espacio del hogar es un recinto sagrado, que contiene todo lo bueno. ¿Esa convicción nos ayuda a mejorarlo?
No hace falta buscar familias mafiosas o de delincuentes, explorar entornos altamente disfuncionales, estragados de violencia, vicio o marginación, ni hogares de corruptos que se terminan convirtiendo en cómplices y testaferros para encontrar su origen.
Las raíces de una mentalidad proclive a la corrupción pueden encontrarse en hábitos muy difundidos que existen en las relaciones entre padres e hijos. ¿Cuáles son, cómo pueden evitarse? Propongo una pequeña lista, que no pretende ser exhaustiva:
1. Apliquemos las reglas que nosotros mismos imponemos. No observar ni hacer observar esas pequeñas leyes, reducirlas a letra muerta, perjudica el respeto genérico a la norma.
2. Sólo ocasionalmente deben agregarse compensaciones o premios al cumplimiento de las obligaciones propias de los hijos. Es importante enseñarles a cumplir con el deber por el bien mismo derivado de la acción. Si los acostumbramos a recibir recompensas adicionales, estamos generando una mentalidad de soborno, criando coimeros.
3. No amenacemos con castigos ni prometamos recompensas que sabemos positivamente que no podremos cumplir. Lo contrario destruye el valor de la palabra dada y de los compromisos contraídos.
4. Los padres debemos presentar unidad de criterio en lo que hace a reglas, criterios de valoración, exigencias, permisos, premios y castigos. No hay peor cosa para entender el valor de las reglas que encontrar diferencias de criterios entre quienes son los encargados de aplicarlas, porque revela las fisuras del sistema normativo.
Leyes ineficaces, prevaricación y soborno, deslealtad a las responsabilidades políticas, empresariales o sociales, observancia irregular de las normas: cualquier semejanza con la corrupción no es en absoluto coincidencia.
Los coimeros, los aprovechados, los ventajistas, los inescrupulosos, los ladrones de guante blanco no nacieron ni fueron criados entre delincuentes, no provienen necesariamente de entornos familiares altamente problemáticos o establecidos sobre relaciones traumáticas.
Vienen de familias iguales o parecidas a las nuestras.
La primera escuela
Pero aquellos criterios -tan sencillos de formular, tan difíciles de seguir- de política familiar (era Chesterton quien hablaba de las familias como “pequeñas repúblicas”) no pueden ponerse en práctica si nuestra conducta como padres no se configura según dos reglas de oro de la educación:
1. Conseguir la unidad entre el decir y el hacer. Enseñar con la palabra, pero sobre todo con el ejemplo. Nada deseduca más que la inconsecuencia de quienes enseñan. Es una tarea sumamente difícil ponernos de acuerdo con nosotros mismos, entre lo que quisiéramos ser y lo que somos. Pero nadie puede dar de lo que no tiene.
2. Observar los principios de conducta apropiados en cada entorno en el que nos movemos. Está muy bien preservar el entorno familiar como algo sagrado, pero no podemos hacerlo en desmedro de otros contextos, es decir, actuar en el espacio público u otros ámbitos institucionales como depredadores, vándalos o desaprensivos. La cultura del cuidado, tan característica de la familia, debe proyectarse a otros espacios de convivencia: que siempre constituyen “lo propio” pero según criterios específicos.
En la Argentina la actual discusión en torno a la corrupción ha permitido conocerla mejor: por ejemplo, la implicación de los empresarios en la trama de venalidad con los funcionarios públicos y dirigentes políticos. Esto está causando honda preocupación en el sector, tan elocuente para señalar los vicios y la incapacidad de la clase política, tan discreto para reconocer su complicidad con ella.
Del mismo modo debemos entender la raíz doméstica de la corrupción. Esto, adicionalmente está mostrando otra cosa. Es muy común señalar la crisis del sistema educativo, su incapacidad para formar personas de bien, ciudadanos responsables, profesionales capacitados.
El desprecio de una sociedad por la educación empieza en la familia
Lo cierto es que el desprecio de una sociedad por la educación empieza en la familia. Los padres ni siquiera hacemos lo básico como primeros educadores. La familia es (debería ser) el lugar donde se aprende algo fundamental para la vida: la afectividad, el saber querer. Si no aprendemos a respetar las leyes (que es un modo de quererlas) es imposible pretender que éstas nos gobiernen."
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