Cualquier
organización -ya sea una PYME, una gran
multinacional, o las sociedades complejas que constituyen los países-,
se basa en la confianza. Podemos pensar en la mínima organización que componen
marido y mujer en una familia; si uno de ellos pierde la confianza en el otro,
hasta los gestos más inocentes de su cónyuge se pueden convertir en
sospechosos.
Con
mayor motivo, se debería prestar atención a construir confianza en las
instituciones educativas, porque la relación enseñanza-aprendizaje se realiza
sólo en un clima de confianza.
¿Qué
sucede cuando en un colegio no se cultiva la confianza en las relaciones
personales?
Los
resultados no podrían ser más costosos, porque, perdida la confianza, se hace necesario multiplicar incesantemente
los controles. Los preceptores y maestros controlan alumnos en todo momento,
mientras son controlados por directivos, que son controlados por representantes
legales, y todos caen finalmente bajo la mirada inquisidora de los inspectores.
Sin confianza, se reproducen las planillas que hay que rellenar, sellar, firmar
y archivar, aunque no respondan a ninguna realidad ni nadie las use jamás para
nada.
Con el clima
interno de desconfianza, hacen falta esfuerzos ímprobos para alinear al colegio
detrás de objetivos comunes, por más simples que sean. Y el personal más competente
se va alejando en busca de mejores horizontes.
Si se acude al asesoramiento externo, es
posible que la situación se prolongue, mientras son ensayadas, cada vez con
menos convicción, distintas metodologías de liderazgo y motivación.
Cómo se gana la confianza?
No hay
técnicas alternativas para ganar la confianza de la gente: solamente
depositamos nuestra confianza en alguien, cuando, además de su idoneidad, comprobamos su comportamiento ético continuado. Especialmente, valoramos la
veracidad y la justicia. Por eso, la confianza se derrumba cuando advertimos
una mentira o una injusticia, tanto en las acciones individuales como en
las decisiones corporativas. La
confianza, ganada quizá a lo largo de años, se puede perder en un instante.
Entonces,
¿cómo instalar una cultura
organizacional que genere confianza en las relaciones entre todos los miembros
de la comunidad educativa? Simplemente, hay que decidirse cuanto antes por una
conducta íntegra. Asegurarse de que haya total coherencia entre
los valores declarados en la misión y en el ideario, y todas las acciones y los gestos de los directivos.
Al mismo tiempo, se debe transmitir enérgicamente esta política a todo el
público interno y externo. Y hay que castigar con rigor la mala fe, no los
errores. Un sencillo comité de ética, en el que van rotando los miembros, puede
ser un mecanismo oportuno. La confianza del personal y de los públicos interesados
es altamente sensible ante situaciones
del siguiente estilo, especialmente si no concuerdan con las declaraciones éticas formales:
- La secretaria avisa al director
-“Señor, lo llama su esposa”. –“Uh! Quiere que la acompañe al
médico...Dígale que salí a una reunión y regresaré tarde.” La secretaria no va a creer más en lo que diga su jefe, y es posible
que la anécdota se divulgue por los pasillos.
- No cumplir la palabra dada.
- Favoritismo en el trato con
empleados, profesores y familias, por parte de los directivos o del
sindicato. Gratificaciones indebidas.
- Uso de bienes, espacios o
servicios para beneficio personal.
- Defraudar las horas de
trabajo.
- No reconocer los propios
errores.
- Exageraciones en la
publicidad que proclama las
bondades del colegio, el nivel de inglés y de sus instalaciones
deportivas.
- Falsificaciones de cualquier orden que se
admiten en alguno de los niveles de la escuela: para evitar el pago de servicios,
para eludir las demandas justas de alumnos o maestros, para anular
inspecciones de entes reguladores, etc.
- Engaños en contratos y
acuerdos con proveedores.
- Falta de transparencia y
precisión en las comunicaciones, internas o externas.
Es muy
frecuente que las acciones injustas provoquen una sana indignación en quien las
percibe, pero no ocurre lo mismo con las mentiras. Quizás porque un importante
porcentaje de las mentiras que se oyen a diario en los ámbitos laborales, no
son malintencionadas. Son producto de la ligereza en el hablar (¡no estoy para nadie!), o de infantil
vanidad para no quedar mal (me retrasé porqueee... me llamó el Ministro
de Educación); o de la pereza que
impide pensar una contestación precisa y verdadera. (¡Tengo muchos problemas graves como para ocuparme de esas tonterías!);
o de anteponer la eficiencia a la veracidad (Para que nos atiendan los de
Administración tenemos que dramatizar y adornar el pedido).
Pero,
aunque no sean mal intencionadas, ...son
mentiras. Y no se puede mentir, porque cada persona tiene derecho a que no la
engañen ni manipulen, a saber la verdad de lo que le corresponde saber.
Una
precisión más. Para determinarse a decir siempre la verdad, no hay que esperar
a que tomen antes esta decisión... los demás. No hace falta esperar a que el
Ministerio de Educación deje de hacer promesas que no se cumplen, que los
políticos dejen de engañar, que los periodistas sean siempre veraces y justos.
Hay que comenzar ya, creando a nuestro
alrededor un círculo de veracidad y transparencia, que se
expandirá, como cuando una piedra cae en
el lago. Es tremenda la eficacia expansiva del buen hacer. La sociedad y
especialmente los alumnos están muy necesitados de recibir un claro mensaje
ético desde el mundo educativo, no sólo con palabras, sino con comportamientos
ejemplares. Comportamientos que cabe esperar de cada uno de los miembros de la escuela,
y más aún de los maestros y directivos, que asuman también en este campo, su
responsabilidad social.
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Cuando un jugador juega horrible
Hace unos años, el entrenador de fútbol Carlos Bianchi,
habló en Buenos Aires ante 500 empresarios sobre liderazgo, éxito y derrota,
competencia, humildad y familia. Buscó los puntos de coincidencia entre el
fútbol y la dirección de organizaciones. Al hablar sobre la importancia de la
sinceridad en la conducción de grupos, Bianchi dijo: “Hay que ser muy sinceros.
Cuando un jugador juega horrible, o cuando un empleado trabajó mal, hay que
decírselo. En uno u otro sentido es una forma de reconocimiento. Para sacar el
máximo rendimiento de los dirigidos no hay que mentirles, ni siquiera para
hacerlos sentir bien.”.